Flavio
Meléndez Zermeño[1]
Una
muerte humana es siempre un hecho social, nunca puede ser reducida a la terminación
de la vida como mero fenómeno biológico. La muerte de un humano siempre toca a
otros: los que siguen viviendo y que tenían alguna relación con quien murió. Los
toca en su cuerpo, en su relación con la vida y la muerte y en sus relaciones
entre ellos. Dado que esa muerte tiene necesariamente implicaciones para el
grupo social, afecta la relación entre sus miembros, no solo los deudos sino
los que tenían algún otro tipo de relación con quien murió. Los lazos de amor y
de deseo que tejen la vida, así como lo poco que la posmodernidad ha dejado sobrevivir
de lazos comunitarios, son irremediablemente lastimados con una muerte.
Es
por eso que la muerte de un miembro de la especie humana es declarada. Esta
declaración es un acto de lenguaje que tiene un carácter público, está dirigida
a los diversos públicos, grandes o pequeños, de los que formaba parte esa vida
que se perdió; esa es la función de la esquela y el obituario. En nuestras
culturas "occidentales" uno de los momentos de la declaración de una
muerte es el certificado médico de defunción, el cual está ligado al estatuto
que la tecno-ciencia tiene en las sociedades modernas y posmodernas. Aquí la
práctica médica se anuda con un procedimiento jurídico, dado que el derecho
regula cada vez más aspectos de la vida cotidiana y la subjetividad
posmodernas.
Es
decir, la muerte de un humano es de alguna manera sancionada en el lenguaje, sanción
que tiene una fuerza performativa. La declaración de muerte tiene entonces una
dimensión de acto, de acta y de hecho jurídico que tiene consecuencias en la
transmisión hereditaria, en la regulación jurídica de los bienes y en los lazos
entre las generaciones. Este acto de lenguaje cuestiona la separación
tradicional entre cuerpo y lenguaje, heredera del dualismo cartesiano, y es una
de las formas de escribir en el real algo del agujero que deja la muerte de un
humano.
Los
ritos funerarios -sea cual sea la forma que toman en cada cultura- solo son
posibles si los precede una declaración de muerte, la que a su vez solo es posible
en presencia de un cadáver que permite constatar que la vida que habitaba ese
cuerpo llegó a su fin. La declaración de una muerte es entonces social, tiene
lugar en el colectivo que la hace posible y la recibe junto con sus
consecuencias, y lo mismo puede decirse del duelo. Por lo mismo, tanto la
declaración de muerte como el duelo tienen un carácter público.
Las
implicaciones que tiene una declaración de muerte se vuelven particularmente sensibles
en los casos de desaparición forzada. En la Declaración
sobre la protección de todas las personas contra las desapariciones forzadas,
aprobada en la Asamblea General de la ONU el 18 de diciembre de 1992, se define
a las desapariciones forzadas de la siguiente manera: “que se arreste, detenga
o traslade contra su voluntad a las personas, o que éstas resulten privadas de
su libertad de alguna otra forma por agentes gubernamentales de cualquier
sector o nivel, por grupos organizados o por particulares que actúan en nombre
del gobierno o con su apoyo directo o indirecto, su autorización o su
asentimiento, y que luego se niegan a revelar la suerte o el paradero de esas
personas o a reconocer que están privadas de la libertad, sustrayéndolas así a
la protección de la ley”[2]. Esta
definición pretende establecer un deslinde con el delito de secuestro, pero se
puede decir que en México no hay diferencia entre desaparición forzada y
secuestro, por lo menos en la gran mayoría de los casos, dada la penetración
del crimen organizado en los cuerpos de seguridad del Estado y la corrupción, ineficiencia
e impunidad que priva en la procuración y la impartición de justicia; situación
que se ve agravada porque en la mayoría de las entidades federativas no está
tipificada como delito la desaparición forzada. Tanto en los casos de
desaparición forzada como en los de secuestro siempre, o casi siempre, hay una
participación directa o indirecta de agentes e instancias de gobierno. En
nuestro país la guerra en contra del crimen organizado ha dejado alrededor de
veinticinco mil desaparecid@s.
De
alguien que está en condición de desaparecid@ no es posible asegurar que sigue
con vida pero tampoco que ha muerto. Es lo que ocurre en cada caso de
desaparición forzada, en donde los familiares y seres queridos enfrentan esta
disyuntiva atroz: no pueden ni quieren perder la esperanza de que quien está
desaparecid@ siga con vida… pero saben que a medida que pasa el tiempo esta
posibilidad es cada vez más reducida. ¿Cómo continuar viviendo la vida cuando
no es posible saber si ese ser querido está viv@ o muert@?, ¿cómo perder la
esperanza si a veces es el único apoyo que queda para sostenerse en la vida? En
estas circunstancias una declaración de muerte es subjetiva y jurídicamente
imposible de realizar.
Dar
por muerto a un ser querido que está desaparecid@ es tanto como abandonarlo en
donde quiera que se encuentre, pues por remota que sea la posibilidad de que se
encuentre con vida, abandonar su búsqueda es abandonar en la más oscura
incertidumbre entre la vida y la muerte a una hija, un hijo, una esposa, un
esposo, una hermana, un padre... A partir de este momento quien busca a un ser
querido que ha desaparecido queda irremediablemente en la posición de una
espera sin fin, una espera des-esperanzada a la que por momentos solo la muerte
parece poner fin: la muerte de quien busca o la de quien es buscad@. Mientras
tanto quien busca y espera vive habitad@ por un fantasma: alguien que no ha
dejado de existir pues existe en una franja de espacio-tiempo en donde la vida
y la muerte permanecen indefinidas, un vivo-muerto. La relación con este
fantasma es tal que el amor y el deseo quedan suspendidos en el hilo del que
pende la vida de él –“…mi corazón llora cada segundo, en cada latido se me va
el alma, se me va la vida y seguiré sufriendo tu ausencia
mientras Dios lo permita…tienes mi vida en tus manos”[3], escribe
una madre en carta dirigida a su hijo desaparecido desde junio de 2007.
El
testimonio de Nepomuceno Moreno nos muestra la imposibilidad de abandonar la
búsqueda de un hijo desaparecido, aun cuando abundan los indicios de que ha
sido asesinado, y el fin trágico que esta búsqueda tiene en algunas ocasiones:
"El
gobierno me lo secuestró...me han dicho que ya no existe, que lo tienen por ahí
enterrado...me dieron el pésame a los tres días, todo se sabe, menos la
policía, todo mundo sabe (…) No tengo esperanzas yo de encontrarlo vivo, yo soy
muy franco en esto...pronto va a haber un resultado de algo, no le hace que uno
se quede en el camino, hay que ir adelante, no puedo dejar abandonado a mi
hijo, hay que seguir pa' delante, vale más morirnos en la raya..."[4].
Jorge
Mario Moreno León, hijo de Don Nepo
–como cariñosamente lo llamaban los integrantes del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad-, fue secuestrado por
un grupo de policías el 1° de julio del 2010 entre Obregón y Guaymas, Sonora. Don
Nepo fue asesinado en noviembre de 2011, seguramente por los mismos policías
que desaparecieron a su hijo, sin haber encontrado a éste, ni vivo ni muerto. Como
lo anticipaban sus palabras, Don Nepo murió en la raya, buscando a su hijo. Su
testimonio muestra de manera trágica que en estas circunstancias se pierde el
miedo porque ya no hay nada que perder y que es peor la incertidumbre que el
miedo.
La
espera indefinida de un desaparecid@ es tal que quien lo busca imagina que en
cualquier momento y en cualquier lugar va a aparecer de nuevo, como lo
testimonia la carta que su hermana le escribe a Jesús Omar Salaya, secuestrado el
23 de mayo de 2010 en Villa de Santiago, Nuevo León, por un grupo de hombres con
uniforme militar que se identificaron como miembros de la Secretaría de la
Defensa Nacional:
“Mi mamá y yo no hemos dejado de buscarte, hemos andado
con una lona impresa con tu foto buscándote a donde quiera que vamos, cada que
veo un carro con muchos hombres, muchachos, yo volteo a verlos esperando que
seas uno de ellos (…) Kamila tiene 2 años 8 meses… ella sólo te conoce en foto…
y cuando llegamos a la casa y se acuerda de ti me dice: ya llegó tío Omar, y yo
le digo: no flaquita pero ya merito”[5].
Quien
está desaparecid@ y permanece en condición de fantasma se ha llevado consigo
algo que a veces es difícil de definir pero que siempre es un objeto valioso
que se ha perdido junto con él-ella y que entonces aparece como perteneciendo
tanto a quien desapareció como a quien busca y espera: “… al
haberte arrancado de mi vida, me han dejado solo la mitad de mi corazón, ¿cómo
alguien puede lograr vivir así, con la mitad de un corazón?”[6],
le dice en una carta Letty Hidalgo a su hijo Roy Rivera, secuestrado y desaparecido
por un grupo de hombres con chalecos de la policía de Apodaca en San Nicolás de
los Garza, Nuevo León, el 11 de enero de 2011.
Ese
objeto precioso, que ha desaparecido junto con quien ahora queda en condición
de fantasma, es una pérdida suplementaria que ni puede recuperarse ni puede
darse por perdida mientras no se defina la vida o la muerte de quien está
desaparecid@. Otro tanto ocurre con esa vida, que no puede darse por segura y
tampoco por concluida, mucho menos podrá darse por una vida realizada, de tal
manera que sea posible despedirse de quien la vivió, pues ¿cómo puede alguien hacer
lo necesario para que esa vida se realice cuando no hay un cuerpo que permita
constatar que tal vida llegó a su fin? En estas circunstancias, en las que la
incertidumbre y la esperanza alternan sin posibilidad inmediata de resolución, ¿es
posible hablar de estar de duelo por
alguien que no se puede asegurar que ha muerto?, porque sin
cadáver que sepultar y sin ritos funerarios que rendirle no hay certeza de la
muerte: la certeza para el humano no proviene de los sentidos, que
proporcionarían la base de una supuesta “prueba de realidad”, la certeza es
algo que se desprende de un acto. ¿Cómo realizar el acto de un duelo llevándolo
a su conclusión cuando no existen las condiciones que hacen posible siquiera el
inicio de ese duelo?
La
consigna que exige la presentación con vida de los desaparecidos -"¡Vivos
los llevaron, vivos los queremos!"-, dice esta imposibilidad de dar por
muert@ a alguien desaparecid@, este estado permanente de esperanza
des-esperanzada provocado por una pérdida que parece no tener fin. Esta
experiencia comparte rasgos con el duelo en circunstancias donde sin embargo
éste queda excluido. ¿Cuánto tiempo es necesario para dar por muert@ a quien
desapareció?, ¿qué condiciones hacen que este paso sea posible o tan siquiera
deseable?, ¿existen otras formas de consumar esa pérdida en ausencia de un
cuerpo, de tal manera que esa vida que desapareció pueda ser realizada de algún
modo? Por ahora no contamos con respuestas a estas interrogantes, solo la
experiencia colectiva de los movimientos sociales de familiares que buscan a
sus seres queridos que han desaparecido irá dando respuestas posibles, las
cuales tendrán que partir de las singularidades de cada experiencia de pérdida.
flaviomelendez@gmail.com
[1] Psicoanalista, miembro de la
École Lacanienne de Psychanalyse/Escuela Lacaniana de Psicoanálisis.
[6] http://nuestraaparenterendicion.com/index.php?option=com_k2&view=item&id=1328:ay%C3%BAdanos-a-localizar-a-roy-rivera-hidalgo&Itemid=145
Publicado
en el blog Psicoanálisis: La vida subjetiva en tiempos de guerra, de Nuestra
Aparente Rendición:
http://nuestraaparenterendicion.com/index.php?option=com_k2&view=item&id=1641%3Aun-duelo-que-queda-excluido-una-muerte-que-no-puede-ser-declarada&Itemid=132